domingo, 3 de octubre de 2010

Dulce autocompasión.


Corro la cortina y observo el grisáceo cielo gris. Algunos goterones repiquetean intermitentemente en el pulido cristal de la venta. Parece que el tiempo hempatiza conmigo hoy.
Quieta, sin moverme, escucho el melancólico silencio de mi vacía casa. Ese silencio recorre mi espina dorsal y echa raíces en mi cabeza. Suena el agudo pitido del microondas. El agua ya está caliente. Introduzco en la taza la bolsita de té y me evado pensando en los armónicos movimientos de las hojas flotando en el agua. Creen que son libres, pero hacen piruetas dentro de una bolsa, dentro de una taza... Llenándolo todo con su olor y sus colores. Prisioneras.
Siento frío, como cuando terminas un libro y ya no sabes que más hacer, como si fuese el fin del mundo que conoces. Puede que haya estado construyendo un palacio de naipes creyendo que era una sólida estructura. ¿Y si sopla viento? ¿Y cuando llegue la tormenta?
Qué puede hacer uno si todo lo que ha vivido era mentira. Si ni siquiera a sí mismo se decía la verdad. A veces las cosas en las que creemos, las que tenemos más seguras, las que queremos nos dan de lado.
Eso me asusta. Crea en mí miedos e inseguridades que antes no tenía...
“ Pero cómo puedes estar autocompadeciéndote tanto de tí habiendo miles problemas mayores que el tuyo ahí fuera. Sal y vuelve a luchar. ¡Vuelve a creer que todo es posible!”. Me recrimino a mí misma pero sigo con la vista clavada en las ingenuas hojas del té.

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