
Simón se recostó sobre el incómodo asiento del vagón de metro. Le esperaba un largo trayecto por la circular y por descuido no llevaba encima su habitual lectura. Aburrido, clavó la mirada en su reflejo de la ventana de enfrente.
Su vida, pensaba, se había convertido en vorágine de sucesos y circunstancias sin sentido sobre los que no tenía control alguno. Hubo un tiempo en el que le parecía sencillo hablar de optimismo con una sonrisa en la cara, pero ahora era el aroma del escepticismo el que flotaba envolviendo sus amargas reflexiones. Incluso, aún hoy, se le coloreaban las mejillas al no reivindicar un ponerse en pie, un gritar las cosas hasta que duelan los pulmones, un pensar que todo es posible. Suponía que, en el fondo, aún quedaba algo del ingenuo que un día fue.
Observó con atención sus vidriosos ojos preguntándose si él, una unidad insignificante más de vida entre seis mil millones, tendría algo de fuerza para decidir sobre el futuro. Negó con la cabeza, no creía si quiera tener control sobre sí mismo.
Estaba desencantado con la dirección que estaba tomando su vida, desencantado con la que había tomado el mundo. Una llama tenue y suave de nostalgia, era lo único que le quedaba de lo que había sido. Reconocía las jóvenes facciones que se plasmaban en el cristal y sin embargo era como ver una cara conocida que no consigues ubicar.
Contempló a la mujer que le sonreía sentada a su lado y comenzó a divagar.
Poco a poco eran los momentos más felices los que peores recuerdos le traían. La felicidad, traidora liberadora de conciencia, le estaba desquiciando. Volvía a su cabeza repetidamente el recuerdo doloroso, y no podía hacer otra cosa que intentar apartarlo. Aveces exclamaba sorprendido por el dolor que podía causar esa simple reminiscencia.
Simón se preguntaba si el resto sentía lo mismo y si lo sentían cómo no eran capaces de verlo y de decir “Te doy mi pésame por otra ilusión perdida, pero recuerda que es el ciclo de la vida. Ahora podrá nacer en algún rincón de tu mente otra nueva decepción”.
Dolía tanto que aveces por unos segundos tenía la sensación de quedarse sin respiración, tanto que sin quererlo se encerraba en un bucle del que no era posible salir. Se prometía no caer de nuevo en el error de vivir. Prefería una existencia intermedia; un fantasear como sustitución, y soportar sólo la realidad cuando la situación era insalvable. Pero ya no podía porque la vida era una droga de la que uno podía no desengancharse una vez que la probaba.
Tenía la impresión de caer, caer, y caer, hasta que no quedaba una gota de sí. Se estaba consumiendo por completo en un caos de nuevos recuerdos.
¿De dónde provenía su angustia? Era algo a lo que no conseguía contestar. Su vida era tan común como la de cualquiera, uno más entre la amalgama de soñolientos pasajeros que el subterráneo transportaba. Y sin embargo el desconsuelo persistía, aferrándose a sus entrañas, invadiendo su intelecto.
Odiaba sus propias concepciones. Arrugó molesto el entrecejo. ¿Cómo hacían las grandes mentes para embellecer la melancolía y no hacer literatura barata?. Se revolvió violento.
Cuando se sentía así sólo podía proyectar sus razonamientos esperando que la tortura recayese sobre ellos en su lugar.
"Es lo que tenemos las mentes autodestructivas", se dijo el chico, "somos capaces de destilar sufrimiento hasta de lo que más queremos. Somos una bomba de relojería, cualquier palabra, nota musical, imagen en un momento concreto pueden ponernos en marcha."
Se desperezó, estirando los brazos, y sus azules pupilas irradiaron un destello, de demencia, cuando al acercarse involuntariamente la muñeca al oído escucho la respuesta susurrante del tic tac del reloj.